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#16 • Septiembre 2010 Año I Circuitos Costumbres Gastronomía

En busca del Coloradito perdido

por Pablo Cortés Gamas / Fotos: Iuri Izrastzoff
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¿Se puede hablar de un trago porteño, o por lo menos de uno que persista como tal en la actualidad? De existir esa posibilidad, no pocos habitantes de la ciudad se inclinarían por el “Coloradito”. Como se sabe, esta denominación tan general se refiere a una mezcla que, por un lado, en todos los casos cuenta con el famoso aperitivo de origen italiano, hecho a base de naranjas dulces y amargas (léase “Campari”) -como principal colorante- y, por el otro, un Martini extra seco o un vino blanco de origen italiano; los manuales toleran la posibilidad de un chorro de gin perfumado (alternativa a la que adscribe el diletante periodista Miguel Brascó) y recomiendan además vivamente agregar algunas limaduras de cáscara de limón.

De más está decir que los diferentes especialistas polemizan sobre las proporciones de los componentes. En cuanto a que se lo considere el trago emblemático de Buenos Aires, juegan a su favor tanto los desacuerdos ya aludidos como los diversos orígenes a los que responden sus ingredientes. También, las diferentes versiones acerca del grupo social que generó, consolidó o mantuvo el Coloradito como su trago característico.

Al respecto hay quienes dicen, por su eventual liviandad y en forma políticamente incorrecta, que en su momento era una bebida más bien para mujeres; o, debido a obviedades cromáticas, que fue usado como bandera etílica por los militares del bando Colorado en los enfrentamientos facciosos del tercer cuarto del pasado siglo; o, gracias a algunos de sus elementos, que fue instituido por nostálgicos miembros de la colectividad italiana; criteriosamente, por otro lado, muchos lo identifican además exclusivamente con el verano y demás momentos cálidos del calendario porteño.

Fervor x Buenos Aires, en un desinteresado intento por corroborar o desmentir esa serie de presunciones y con el tesón de siempre a la hora de hacer brillar la verdad, arrostró la ímproba tarea de realizar un recorrido por las barras más egregias de esta Capital, en aras de recabar toda la información posible –tanto teórica como práctica- acerca del trago que hoy concita nuestra atención. Por razones de índole técnico – sanitarias, se resolvió dividir el itinerario en dos etapas, sin que se presentaran objeciones al respecto.

El simbólico cuatro volvió a ser el número de los integrantes de nuestra travesía. No nos arredró la feroz sudestada que esa noche del 1º de septiembre de 2010 asolaba nuestra ciudad; tampoco, el hecho de contar entre nosotros con una dama, contrariando las más elementales normas de la navegación mercante, militar y pirática.

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Comenzamos por los paneles de petiribí y las arañas de hierro del legendario bar del Claridge Hotel, cuya kilométrica barra está profesional, apasionada y alegremente atendida por Paola Zaragoza, de 29 años y una experiencia, unos conocimientos y una predisposición enormes y cuantiosos.

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Allí nuestro trago no figura en la carta, pero “su demanda es alta, se lo prepara con frecuencia y –en cuanto a las proporciones- según las preferencias del cliente”, que “suele ser masculino, mayor de 35 años y del país, y que a más edad pide mayor proporción de Campari”, según se nos dice. Fieles a nuestros principios, le rogamos a Paola que se dejara fluir en la confección.

Como bartender, la aludida anticipa por medio de la vista lo que se percibirá mediante el gusto y el olfato: el colorido de los elementos y los utensilios, la gracia en los gestos y el orden en la disposición de lo necesario, presagian lo que vendrá: una superlativa y duradera sensación de bienestar. La receta: un 70% de Campari y un 30% de Martini Extra Dry –batidos en la coctelera- con ralladuras de limón levemente flambeadas para intensificar el efecto de su jugo, en vasos de trago largo con mucho hielo.

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El agasajo se incrementa: Paola nos acerca unos platitos con queso y aceitunas macerados delicadamente en aceite y hierbas. Además, nos regala con su conversación agradable, modesta y entretenida acerca de su trayectoria y algunos aspectos de su profesión. Nos cuesta partir, pero la misión que tenemos nos da fuerzas para ello. Una especialista en bebidas nos regaló su tiempo, su saber, su habilidad y lo consumido. Juramos preservar enaltecido su recuerdo y volver en breve.

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Seguimos nuestro curso, navegando a sotavento, hacia “Florida Garden”, en la esquina de Harrods que da sobre Paraguay, con sus llamativos enchapados y apliques de cobre, entre los que sobresalen los que recubren su llamativa escalinata. El barman titular –Carlitos- está de franco, pero Luciano, su suplente, nos atiende de maravillas, mientras conversamos nuevamente acodados en la barra.

Las proporciones aquí son casi inversas a las de la parada anterior: un 25% de Campari y un 75% de Dry Martini, con el consabido twist de limón; además, en lugar de batido, aquí el trago se sirve “refrescado” (se freezan las copas, y a a la mezcla se le agrega hielo en una jarra, colándose el hielo al servir) y en copa de cocktail. Pero, según se nos dice, Carlitos al ver llegar a los diferentes habitués ya les empieza a preparar la combinación preferida de cada uno, que parece ser tan variada como personas transitan por el mundo (o por “Florida Garden”).

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La hospitalidad de este venerado reducto se continúa manifiestando en las bandejas de ingredientes (nos sirven dos, con ocho platillos cada una, además de otro platito más con empanadas) y en la generosa exhibición degustativa de otros tragos típicos de la casa, como el Negroni o el Martini; también, en las interesantes anécdotas, como por ejemplo las relacionadas con el mítico locutor peruano-argentino-latinoamericano Hugo Guerrero Marthineitz, quien dos semanas antes de expirar llegó a concurrir una última vez a tomar su habitual té con tortas y masas en el lugar. Tanto Luciano como los mozos coinciden en que el esplendor del establecimiento se opacó con los controles de alcoholemia y las restricciones para fumadores, lo que provocó que el fuerte pasara a ser… la repostería.

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La charla, el buen trato, la sensación de bienestar que persiste incrementada: todo se conjura para que aquí también tengamos que obligarnos a arrancarnos de nuestros taburetes. ¡Es tan dura la vida de los cronistas nocturnos! Nos despedimos entonces y continuamos. Nuestro próximo puerto: el “Marriott Plaza”, ubicado en el subsuelo del célebre hotel, junto al grill y al restaurant, en la mítica esquina de Marcelo T. y Florida.

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No nos detendremos en la suntuosa descripción de uno de los nueve mejores bares del mundo, con sus paredes pintadas de negro en juego con los sillones, sus paneles de roble claro y la barra en ángulo recto forrada en capitoné bordó y con taburetes de bronce; no: nos centraremos en las artes de Gabriel Santinelli, el barman oriundo de Ramallo que capitanea esa nave submarina y estática de probada discreción.

Para él, la receta es un 45% de Campari y un 55% de Dry Martini, batidos en la coctelera pero servidos sin hielo en copas de cocktail, con el infaltable twist de limón. Como en el Claridge, nuestro trago tampoco está en la carta del lugar. Gabriel nos convida con maní japonés y aceitunas en aceite, y nos regala como souvenir un menú ya superado, una antigüedad cuyo valor seguirá creciendo con los años.

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Remontamos Florida al salir, en busca de nuestra nave, fondeada a barlovento. La sudestada nos da de lleno en la cara y ayuda a esfumar los vapores etílicos con una reconfortante velocidad. Una vez a bordo, ponemos proa al norte. Nos espera “La Rambla”, en Posadas y Ayacucho.

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Ahí recalamos, en ese acogedor refugio que recibe a propios y extraños desde 1966. Nos atiende Don Zoilo, como hace desde 1975 con todo aquél que franquea la puerta. La copa freezada, azúcar en el borde adherida con jugo de limón y un 60% de Dry Martini mezclado con un 40 % de Campari, además del detalle: una cereza al marraschino. Si bien algunos lo piden batido y en copa de cocktail, la casa lo sirve refrescado y en copas de champagne. Don Zoilo nos atiende con criolla generosidad: dados de queso, salchichitas, papas fritas, maníes; y nos cuenta que en el invierno no hay prácticamente demanda del trago, mientras que en el verano no dan abasto a la hora de escanciarlo.

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Llegamos así al final de la primera etapa. El viento sigue incrementando su fuerza, y la nobleza de nuestro trago se exhibe en una ausencia casi absoluta de secuelas neurológicas al llegar cada quien a su hogar.

La segunda parte tiene lugar una semana después, el 8 de septiembre. Si Recoleta tiene un corazón, está en el lugar desde donde resolvemos empezar: la esquina de Roberto M. Ortíz y Quintana. Como es notorio, allí se yergue el tradicional bar “La Biela”, que según sus dueños actuales es heredero de un almacén que actuaba como parador para conductores de carretas, supuestamente inaugurado hacia 1830.

La remodelación de mediados de los ’90 del último siglo, como ocurre normalmente con las cirugías estéticas, le hizo perder identidad. Mucho más recientemente se le agregó una división de madera y vidrio para segregar el sector para fumadores en forma un tanto surrealista: la barra atraviesa dicho sector y el correspondiente a los no fumadores, a modo de piscina “in-out”, con lo que el azulado y blancuzco humo se cuela a través del amplio espacio que hay tras ella.

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El Coloradito no figura expresamente en la carta, sino que existe bajo una denominación genérica: “Batidos con Campari”, aunque nuestro cóctel puede salir tanto de esa forma como refrescado. Se sirve como trago corto, frío, sin hielo, y la fórmula no reviste grandes misterios: fifty-fifty de los consabidos Campari y Dry Martini.

La bandeja con nueve ingredientes (queso, jamón, salchichitas, mondongo, albóndigas, etc.) está buena pero es un optional, lo que le quita calidez al asunto. El público para nuestra bebida es el mismo que para esta barra en general: masculino, de más de 50 años. Se ven pululando antiguos aspirantes a playboy, viejas promesas a los que se ha sumado algún político de tercera o cuarta línea oriundo del N.O.A., con sus clásicos anillos gruesos de oro.

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Víctor, de 56 años, reina en la barra del bar del Alvear Palace. Su trono parece ser el fastuoso mueble de madera y vidrio que se yergue detrás, enjoyado de botellas con elixires varios y misteriosos (allá un rojo rubí, aquí un verde esmeralda, acullá un amarillo ámbar). Soslayamos las molduras doradas, las columnas de mármol rematadas por capiteles de bronce, las arañas de infinitos caireles y los suntuosos cortinados: estamos ahí para otra cosa. El gran maestre tiene un ayudante-aprendiz de su misma edad –“Cacho”-, graciosamente vestido, con un no menos gracioso peluquín.

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Si bien Víctor acepta que se trata de un trago tradicional, reconoce que prefiere preparar otros más elaborados (el nuestro no figura en la carta, y es pedido por muy poca gente, en general del país). No revela el secreto de las proporciones -¿quizás para esconder la necesidad de la improvisación?, ¿o, como buen artista, para no quedar esclavo de poco flexibles fórmulas?- y mezcla a escondidas y rápidamente los ingredientes acostumbrados mientras que Cacho, solícito, provee el twist de limón. Lo sirven refrescado en copas de cocktail previamente freezadas.

Mientras libamos, paladeamos también una gratificante mezcla de frutas secas saladas y unas papas fritas que normalmente no se encuentran en góndola. Víctor, por su parte, nos adoctrina acerca de las tendencias a nivel local e internacional: el gusto argentino tendería más a lo dulce, mientras que los nórdicos (de EEUU a Rusia, pasando por Escandinavia) tienen un gusto más seco que se está acentuando aún más; de hecho, el vodka o el gin del tradicional Martini se estaría bebiendo en esas latitudes sin siquiera refrescar en el Extra Dry homónimo.

Hacemos unas cuadras hasta el Club Francés, en Rodriguez Peña entre Quintana y Alvear. Impresionan los pergaminos exhibidos en la entrada, con los nombres de aquellos que engalanaron con su presencia rutinaria u ocasional el reducto galo (Jean Mermoz, Paul Groussac, Carlos Pellegrini; pero también políticos más bien recientes y/o actuales, de dudosa reputación). El lugar ha vivido una remodelación integral, y específicamente el bar ha sido reinaugurado dos meses atrás, luego de estar cerrado cuatro años. Joaquín nos atiende con generosa amabilidad. Luego de sostener que el Coloradito es un trago muy solicitado entre los clientes de 50 años para arriba –aun en invierno, sale al parecer “hasta tres veces por semana”-, nos prepara una mezcla de Cinzano Rosso, gin y Campari, con un touch de azúcar y otro de naranja natural; es decir, usando los componentes del… Negroni. Lo sirve en trago corto, refrescado y con hielo, apuntalado con platillos de aceitunas, papas fritas y maníes.

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En cuanto a la composición, el barman no deja de despertarnos aun más asombro en cuanto a la flexibilidad de nuestro trago: Joaquín afirma que hay quienes lo prefieren con ron blanco en lugar de gin. También afirma como al pasar, mirando con educada simpatía al elemento femenino de nuestro grupo, que antes de la remodelación no se permitía la entrada de mujeres al íntimo recinto del bar.

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La boisserie muy oscura, el barral de bronce rodeando la barra, los sillones de cuero, el lema de la Revolución Francesa –también en bronce- adherido a la madera, 200 años de historia que nos contemplan desde lo alto de la barra a través de la mirada de Napoleón retratado durante la retirada desde Rusia: todo el lugar invita a la confidencia, al complot, a la conjuración, los cuales no se producen finalmente, dada nuestra prisa por continuar.

Cedemos pese a todo a la amabilidad de Joaquín, que nos invita a ver los también restaurados salones del primer piso, todo molduras, pisos de roble, relampagueantes espejos y marcos dorados a la hoja; el contrapunto lo producen unos muebles de la época de los Luises tapizados desparejamente con colores chillones, en una especie de reflejo especular del amarrete medio enrase sin estilo, sin gracia, sin ambición, sin gusto, que corona desde hace pocos años la señorial construcción.

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El tiempo nos continúa apremiando, como si temiéramos que nuestra carroza volviera a convertirse en calabaza a una hora difícil  de determinar pero siempre aparentemente próxima, siempre acechante. “The New Brighton” es nuestro nuevo destino, el cual –que nos había permanecido oculto a causa de nuestra dudosa juventud u otros escollos- nos deslumbra. Estamos ante un bar/restaurant teletransportado desde Londres.

Con el piso en damero blanquinegro, la barra en madera oscura, la boisserie curva enriquecida con espejos y vitrales, en el lugar funcionó entre 1978 y 2002 el restaurant “Clark’s” y, con antrioridad, las tiendas Brighton, armazonadas a partir de una sastrería de primer nivel y responsables de la mayoría de los detalles que tanto asombro causan (la mencionada y majestuosa barra de cedro quebrada en ángulos – adornada con columnas de ébano finamente trabajadas y con capiteles de bronce- está coronada por las tres plumas de avestruz talladas obsequiadas por el príncipe de Gales, árbitro de la elegancia en las décadas del ’20 y el ’30; barra que está a su vez formada por los antiguos exhibidores de las tiendas, algunos de cuyos antiguos indicadores aún se observan en las paredes: “Ajuares para novios”, “Sweaters, gorras y medias para golf”).

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Constatamos que el Coloradito figura en la carta bajo otro nombre genérico: “Trago americano”. El barman titular “se acaba de ir” –señal de que la campanada se acerca-, pero su reemplazante, Alberto, nos atiende con mucha amabilidad y una nerviosa disposición. Nos sirve nuestro brebaje en vasos de trago corto, luego de mezclar Campari y Dry Martini a ojímetro –según confiesa con lealtad-, habiéndolos batido y perfumado con el ya clásico twist de limón; lo novedoso es que también empapa el borde de los vasos con jugo de limón. El resultado es tan agradable como el que más. Alberto nos habla también, además de las bondades superlativas del barman ausente, de una suntuosa y pantagruélica picada caliente que se sirve en forma habitual con los tragos -y que incluye pizzetas-, lamentablemente ausente debido al cierre de la cocina.

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La fidelidad que generó en nosotros la primera de nuestras anfitrionas –la fresca y pródigamente amable Paola Zaragoza, del Claridge- nos obliga a dirigirnos a Maipú 530, donde ha montado recientemente su propio bar de tragos el que fuera su mentor (y el de un par de generaciones completas de bartenders): Oscar Chabrés.

Abierto desde 2007 sobre lo que fuera otro pequeño local gastronómico, el “Chabre’s” consta simplemente de una barra rectangular, con sus taburetes y sin mayores adornos, un par de mesas, carteles ingeniosos en una de sus paredes y afiches más o menos originales en las otras; la decoración es actual -en la que sobresale el ocasional ladrillo a la vista- pero sin pretensiones; la música, mayoritariamente rock and roll y subgéneros diversos, es transmitida por un televisor por el que parece desfilar un único y eterno video-clip.

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La estética del lugar nos desconcierta, pero poco a poco va cobrando forma la verdadera intención, originada en una anónima sospecha y confirmada indirectamente por José Luis, hermano de Oscar, el cual también se acaba de marchar. En efecto, el propietario se desempeñó hasta el 2006 en la barra del Claridge, creando nuevos sabores y recreando con maestría los ya consagrados en sus 22 años como jefe de esa legendaria barra, luego de haber sido iniciado en los arcanos del oficio por el no menos legendario Eugenio Gallo.

Luego de abandonar su puesto en manos de las excelentes manos de nuestra admirada Paola, resolvió montar su propio lugar, al que concurren viejos y nuevos seguidores. “Chabre’s”  pone de manifiesto que el lugar no importa: allí lo relevante son los tragos ingeniados y preparados por Oscar.

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Lo descubierto nos trae a la memoria la anécdota protagonizada por el cínico Diógenes y Alejandro Magno. Como se recordará, ante la oferta del rey macedonio en orden a que le pidiera lo que más desease, el filósofo –sentado en el umbral del barril que había elegido como morada- le pidió al soberano que se apartara un poco, ya que le estaba tapando la luz del sol. De la misma manera, Oscar Chabrés –de 47 años- también parece rechazar toda pompa exterior, sabedor de que su valía está en el conocimiento que posee del oficio.

Luciano se encarga de enarbolar los estandartes del maestro, batiendo el Dry Martini y el Campari y sirviendo nuestro trago en copas de martini, frío y sin hielo. Agradecemos la hospitalidad y –en silencio- la revelación recibidas, y nos marchamos todavía confundidos a medias, pero felices de nuestro descubrimiento.

Luego de un par de intentos fallidos en lugares o bien demasiado chicos y demasiado llenos o bien ya cerrados, recalamos en nuestra última posada: el “Gran Bar Danzón”, pomposamente establecido donde funcionara -entre otros locales sucesivos- “Puerto Pirata”, en Libertad entre Arenales y Santa Fe.

Pedimos un par de tentempiés para ayudarnos, mientras conversamos con Juan Ignacio Calcaño, el barman del lugar. El trago no está en la carta, y si bien no es muy solicitado, se nos informa que lo pide la gente joven –mayoritaria entre los que frecuentan el lugar- que busca profundizar en sus conocimientos sobre tragos y explorar nuevas sensaciones. Juan Ignacio trata de conservar siempre fría su coctelera, y considera “esencial” para el Coloradito que las copas –de Martini- estén freezadas.

A su personal manera de prepararlo, contribuyen no sólo las proporciones que elige (80% de Campari y 20% de Dry Martini) sino también el cuarto de lima triturado que introduce en el batido. “Lo agridulce de la lima sirve para agrupar los sabores”, sentencia epigramático. Nuestro nuevo amigo aporta también –en forma espontánea- un esclarecedor comentario sociológico que, si bien es general, ilustra el carácter porteño de nuestro Coloradito: “En la mayoría de los establecimientos más masivos de Buenos Aires se combinó una cabeza comercial española –en alusión a los propietarios- y la elaboración de platos o  bebidas de origen italiano; un ejemplo puede ser la pizza, y otro estos tragos a base de Campari”.

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Nos despedimos de Juan Ignacio, el cual queda momentáneamente ignorante de lo valioso de su aporte: en efecto, hemos hallado el “eslabón español perdido”, insoslayablemente porteño, el cual sirve de enlace al elemento italiano del Campari y al anglosajón del gin, de irregular y escuetísima presencia en nuestro trago.

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Aun después de nuestra décuple cata, los ora navegantes ora peregrinos continuamos vacilando en cuanto a haber hallado el sublime y definitivo elixir.

Sin embargo –reflexionamos-, según se ha verificado a lo largo de los últimos 2300 años, los seres humanos somos o bien platónicos o bien aristotélicos. El Coloradito perfecto, entonces, ¿será una entelequia realizable en este mundo sensible?, ¿o constituirá un dato ingénito que arrastramos de nuestra preexistencia, y que jamás lograremos alcanzar en esta tierra de sombras?

Buscamos entonces una solución definitiva a ese dilema parafraseando lo vertido por J. L. Borges, el gran vate argentino, en su poema “La rosa”, atreviéndonos así a recitar: “…el joven trago platónico, / el ardiente y ciego trago que no canto, / el trago inalcanzable”.

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silencio- la revelación recibidas, y nos marchamos  todavía confundidos a medias, pero felices de nuestro descubrimiento.
Luego de un par de intentos fallidos en lugares o bien demasiado chicos y demasiado llenos o bien ya cerrados, recalamos en nuestra última posada: el “Gran Bar Danzón”, pomposamente establecido donde funcionara -entre otros locales sucesivos- “Puerto Pirata”, en Libertad entre Arenales y Santa Fe.
Pedimos un par de tentempiés para ayudarnos, mientras conversamos con Juan Ignacio Calcaño, el barman del lugar. El trago no está en la carta, y si bien no es muy solicitado, se nos informa que lo pide la gente joven –mayoritaria entre los que frecuentan el lugar- que busca profundizar en sus conocimientos sobre tragos y explorar nuevas sensaciones. Juan Ignacio trata de conservar siempre fría su coctelera, y considera “esencial” para el Coloradito que las copas –de Martini- estén freezadas. A su personal manera de prepararlo, contribuyen no sólo las proporciones que elige (80% de Campari y 20% de Dry Martini) sino también el cuarto de lima triturado que introduce en el batido. “Lo agridulce de la lima sirve para agrupar los sabores”, sentencia epigramático. Nuestro nuevo amigo aporta también –en forma espontánea- un esclarecedor comentario sociológico que, si bien es general, ilustra el carácter porteño de nuestro Coloradito: “En la mayoría de los establecimientos más masivos de Buenos Aires se combinó una cabeza comercial española –en alusión a los propietarios- y la elaboración de platos o  bebidas de origen italiano; un ejemplo puede ser la pizza, y otro estos tragos a base de Campari”.
Nos despedimos de Juan Ignacio, el cual queda momentáneamente ignorante de lo valioso de su aporte: en efecto, hemos hallado el “eslabón español perdido”, insoslayablemente porteño, el cual sirve de enlace al elemento italiano del Campari y anglosajón del gin, de irregular y escuetísima presencia en nuestro trago.Aun después de nuestra décuple cata, los ora navegantes ora peregrinos continuamos vacilando en cuanto a haber hallado el sublime y definitivo elixir.
Sin embargo –reflexionamos-, según se ha verificado a lo largo de los últimos 2300 años, los seres humanos somos o bien platónicos o bien aristotélicos. El coloradito perfecto, entonces, ¿será una entelequia realizable en este mundo sensible?, ¿o constituirá un dato ingénito que arrastramos de nuestra preexistencia, y que jamás lograremos alcanzar en esta tierra de sombras?          Buscamos entonces una solución definitiva a ese dilema parafraseando lo vertido por J. L. Borges, el gran vate argentino, en su poema “La rosa”, atreviéndonos así a recitar: “…el joven trago platónico, / el ardiente y ciego trago que no canto, / el trago inalcanzable”.

 

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