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#16 • Septiembre 2010 Año I Arquitectura Paisaje Urbanismo

Esquinas

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Henry Von Wartenberg y Iuri Izrastzoff
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Allí estaba todo… el buzón, el vigilante, la farmacia, el boliche, la fonda, el farol… Antaño era lugar de parada obligatoria de los changadores, gente a la que se acudía para, justamente, alguna changa, que podría ser acarrear algún bulto, correr muebles, rasquetear pisos, limpiar vidrios… lo que venga.

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La cuestión para ellos era ganar algún peso para la diaria. Era gente mayor, de alpargatas y faja, saco azul de loneta, gorra o boina, toscano apagado en los labios, que charlaba animadamente, parada al solcito y esperando el encargue de la diligencia oportuna que salvara el día. Antes de emprender un trabajo pesado, se escupían una mano, dura como una tabla, y la restregaban con la otra y ya estaban listos para lo que sea. Los mató el progreso, los taxiflets, el plastificado de los pisos…y fueron desapareciendo. ¿Cuál fue el último día?

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Las hubo famosas como Corrientes y Esmeralda (“en tu esquina criolla cualquier cacatúa, sueña con la pinta de Carlos Gardel”),  “San Juan y Boedo antiguo, y todo el cielo…” o “Rivadavia y Rincón, vieja esquina, de la antigua amistad que regresa…” inevitablemente recaladas en los tangos y en la memoria popular. Muchas terminaban siendo trágicas. No podía ser de otra manera. ¿Dónde se van a producir los choques si no es en las esquinas? Sin embargo, no eran mencionadas, ya que para las crónicas policiales las esquinas se transformaban en una geométrica y prosaica “intersección”. Así, informaban los diarios que en la “intersección” de tal y cual calle, había ocurrido un “luctuoso accidente”. “Luctuoso”…¡que palabra!

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Antes de los semáforos, estaban las garitas, como modestos minaretes blancos con techo de lona, desde donde los agentes, también con mangas blancas, dirigían la orquesta del tránsito, que constaba de un solo instrumento: el silbato que hacían sonar a más no poder al compás de sus brazos que impulsaban y detenían las corrientes, como Moisés en el Mar Rojo. Eran todo un espectáculo…

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En las esquinas estacionaban (en esos tiempos había lugar) sin costo alguno, los vendedores ambulantes, como el carrito del verdulero, también frutero, que proveía al barrio de mercadería fresca y barata, a la que agregaba- como si esto fuera poco- la yapa de la “verdurita” para el caldo.
La tal “verdurita” consistía en alguna zanahoria, con unas pocas hojas de perejil y quizás unas ramitas de apio, que era lo que se usaba para dar gusto al caldo, antes de la aparición de la sopa en cubitos.

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También en la esquina se paraba el “churrero”, que ofrecía sus churros en la canasta tapada con un lienzo blanco, el “plumerero”, que portaba sus escobas y plumeros al hombro, el manisero, tan solicitado por la clientela infantil en las tardes frías, que entregaba por diez centavos sus calientes cucuruchos de papel de diario llenos de cascarudos maníes que extraían de la pequeña locomotora humeante…

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La esquina era un mundo. Después surgió la costumbre que perdura, mero pasatiempo simbólico, de bautizarlas con nombres de personajes de Buenos Aires. Pero en la práctica no funcionó. Nadie espera a nadie en la esquina “fulano” o “zutano”.

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Pero quizás la más popular de todas las esquinas porteñas, fue aquella innominada, esa mítica y nunca visitada esquina porteña a la que eran mandados sin apelación los chicos traviesos: “Che, pibe, andá a la esquina a ver si llueve”.

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