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#09 • Mayo 2010 Año I Escritores Personajes

Tirando manteca al techo

por Roberto Alifano
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El siguiente capítulo es parte de la novela “Tirando manteca al techo (Vida y andanzas de Macoco de Álzaga Unzué)”, de Roberto Alifano (de próxima publicación). Macoco fue un personaje internacional, el primer argentino ganador de una carrera automovilística en Europa, amante de famosas estrellas de cine -como Rita Hayworth, Gloria Swanson y Dolores del Río-, amigo de presidentes -como Perón, René Coty, Alvear y De Gaulle-, de figuras de la nobleza -como el duque de Windsor y el barón Rédé- y de mafiosos y policías como Al Capone y Eliot Ness.
Roberto Alifano lo conoció y fue su amigo. En su libro, a través de un diálogo imaginario, nos conduce a través de la vida del legendario playboy.

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II – La mesa de los melancólicos porteños viejos, en planta baja es más seguro

Adelantándome a los hechos, tal vez el entusiasmo me ha llevado a comenzar por el principio del fin. Lo cierto es que una tarde toqué timbre en el departamento de la calle Peña al 3100, toqué timbre para hacerte una entrevista. Te había conocido, unos años antes, en el restaurante La Reja, ubicado en la esquina de Laprida y Pacheco de Melo, justo atrás de las Heras y Pueyrredón, muy cerca del cementerio de la Recoleta. Te reunías allí con un grupo de viejos porteños melancólicos: el Cajetilla Iriarte, un macró jubilado, que regenteaba quilombos en el Uruguay, los hermanos Ayerza (Mario, César y Julio), el Tano Sperdutti, un traficante de joyas, vendedor de automóviles importados y de relojes Rolex, y José Antonio Devoto, alias “Pepe” o “Devotito”o el “Enano”, siempre a tu costado, el viejo y fiel amigo, compañero de correrías, aquí, en Buenos Aires y algunas veces en “la conquistada Europa”, como te gustaba vanagloriarte.  Era la mesa de los “porteños viejos”, o de los “niños bien” ya veteranos. A través del Cajetilla Iriarte, a quien le hice una gauchada en el diario Crónica y me invitó a almorzar, me sumé a esos particulares parroquianos del barrio Norte. Los Allerza eran unos personajes inofensivos, desopilantes y entrañables, buenos tipos, pero fatuos y agrandados “al pedo”, como vos decías. César, el mayor, se sentaba arremangando el saco para que vieran su Rolex de oro, y Julito, el más chico, tenía el berretín de ser corredor de Turismo Carretera. ¡Pobre!, empezó comprando un volante deportivo (el presupuesto no le daba para  el automóvil) y lo exhibía como un trofeo sagrado. Iba a los almuerzos con ese accesorio y un aire de triunfador que a vos te causaba tanta risa. Te pedía consejo y se los dabas, siempre exagerando la nota para divertirnos.

-¡Por algo hay que me empezar, no! -comentaste sonriendo, cuando salimos a la calle. Y te lamentaste-: ¡Qué macana que yo no dispongo de efectivo, sino le compraba el coche de carrera, pobre muchacho!

No tardaste en hacerlo, lo hiciste, Macoco, porque tu generosidad a lo grande tampoco conocía límites. Hablaste con Charly Menditeguy, que tenía una agencia de automóviles en la Avenida del Libertador, conseguiste un dinero para el anticipo, que te prestó tu hermano Felicito, le saliste de garante, y Julio Allerza tuvo su Torino. Pero estaba “meao por los gatos”, en la primera competencia de la que participó se tragó un árbol y chau Torino y volante deportivo. Dos largos meses estuvo enyesado en el hospital con las patas colgadas, el cogote duro y la columna vertebral masacrada. Casi queda paralítico el pobre infeliz.

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El Cajetilla Iriarte era otro de tus adoradores, porque vos, Macoco, eras una suerte de deidad, un mito viviente para esos amigos, para esos porteños viejos melancólicos, llenos de anécdotas y sentenciosos, todos buenos tangueros. Te sentabas a la mesa e inevitablemente, sin que te lo propusieras, por supuesto, la charla giraba en torno tuyo.

-¡Grande, maestro, cuéntenos de su romance con Gloria Swanson! –te pedían, como un público enfervorizado que le pide otra al cantor que está sobre el escenario.

-¡Dejensé de joder, cáa-ra-jo, no me hagan recordar cosas tristes –te defendías-. Fue una potrilla de la que estuve enamorado en serio. Una piba espléndida, con un cuerpazo fenomenal… Pero, qué les voy a contar a ustedes si en la pantalla del biógrafo la conocieron tal vez mejor que yo. La Swanson venía de abajo, del subsuelo o del sótano, era hija de un milico, sargento del ejército norteamericano, y se crió en Puerto Rico, pero le fue fenómeno en la vida. Hacia fines de la década del veinte, cuando yo la conocí, era famosa y una de las estrellas mejor pagadas de Hollywood. Venía a las fiestas que yo daba en mi residencia de Beverly Hills, y no me costó demasiado trabajo conquistarla. El lío vino después con la Mae Murray, que era una especie de amante oficial mía por aquellos años. Se armó una podrida que ni les cuento. Superado aquello, nos seguimos viendo. Cada tanto recibo noticias de Gloria. Siempre, o casi siempre, mantuve buenas relaciones con las potras que tuvieron que ver conmigo.

Aunque pedías reservas, te encantaba evocar tus amores, los pasados éxitos con famosas mujeres, que formaban parte de esos amores, tus románticas conquistas, tus alocadas pasiones, los irresistibles enamoramientos de las estrellas de cine, rendidas a tus pies como la Murray y la Swanson, la Garbo y la Haywoorth, o la Claudette Colbert y la Del Río. Cuando hablabas vos, Macoco, no volaba una mosca y, alguna vez, el Cajetilla Iriarte y  “Cabecita” Allerza, porque así le decían a César, el del medio de los Allerza, se pusieron de pie para acallar, al estilo guapos del novecientos, las voces de otros comensales que nos les permitían oír la tuya.

Pero regresemos a la tarde aquella, varios años después, cuando yo llegué a tu casa de la calle Peña, al departamento de planta baja de la calle Peña al 3100, casi esquina con la avenida Coronel Díaz.  Lo primero que me explicaste fue porqué vivías en planta baja. Tenía su origen en el primer viaje que hiciste a los Estados Unidos. Habías comprado un departamento en una de las torres más altas de Manhattan, desde donde dominabas el paisaje de la portentosa ciudad, y una noche ofreciste una fiesta a tus relaciones. En medio de la reunión, alguien te avisó que una joven, bastante en copas,  despechada por vos, que en ese momento intentabas seducir a otra rubia de Nueva York, decidió arrojarse al vacío. Abrió la ventana y empezó a caminar por la cornisa.

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-Si la yegua esa se llegaba a tirar no tenés idea del quilombo que se me podía armar en los Estados Unidos –me explicaste-. Las leyes norteamericanas son severísimas, no me alcanzaba el oro del mundo para pagar esa vida. Temerariamente salí yo también por la ventana y empecé a caminar hacia ella, dando pasitos por la cornisa y, en un momento, se me dio por mirar hacia abajo: la avenida y los automóviles se veían del tamaño de una hormiga. ¡Ah, ni te cuento, el vértigo fue terrible! Cerré los ojos y, pegado a la pared, avancé como pude, hasta llegar adonde estaba ella. Empecé a hablarle suave, con la voz más dulce que podía: “Please, my love, please, please my sweet para convencerla, no, para hacerla entrar en razón, le hice promesas hasta de amor eterno, y la pude tomar de la mano.

La cosa, en un momento, según tu dramático relato, casi alcanza el punto culminante de la tragedia, porque los dos se balancearon, casi a punto de caer.

-Era una noche clara, de luna llena, y a esa altura parecíamos estar más cerca del cielo que de la tierra –agregaste, llevándote la mano a la frente-. Yo evitaba mirar hacia abajo y clavaba mis ojos en las estrellas reflejadas en las cúpulas de los edificios que nos rodeaban y, despacito, despacito, nos fuimos acercando a la ventana y los dos caímos a sólo un metro, sobre el alfombrado. Fue como una pesadilla. Al otro día vendí el departamento. Nunca más quise vivir en un piso alto. Por eso me tenés aquí, en esta planta baja, firme y seguro.

¡Qué anécdota increíble y escalofriante, querido Macoco! El hecho de contarla, el solo hecho de contarla, hacía que brotaran de tu frente unas gotas de sudor. Parecías revivirla con lujo de detalles, conmovido en algún instante hasta el estremecimiento.

Y allí estabas, ahora, año 1973, sólo, rodeado de morosos gatos siameses que te acompañaban y se reproducían entre cuatro paredes como los panes bíblicos. Allí vivías, asistido por una mucama paraguaya, apta para todo servicio. En las paredes conservabas añejas fotografías donde aparecías con famosas actrices de cine a tu lado, a bordo del Sunbeam con el que ganaste el Gran Prix de Marsella en 1923, con Raúl Riganti a tu costado, en Indianápolis en 1925, con Juan Manuel Bordeau, al que no le perdonaste nunca que se hiciera tan amigo del “Chueco” Fangio, “ese gringo tacaño”, como lo calificabas con incuria, y a quien detestabas escrupulosamente, me atrevo a decir que, quizá, por un poco de envidia deportiva, porque el quíntuple campeón del mundo no te había hecho nada y alguna vez me habló de vos con afecto, te veía como un precursor, como un auténtico mecenas, como un generoso promotor del automovilismo deportivo. A él, a Fangio y Benedicto Campos, les bancaste unos días en París, fueron tus huéspedes, cuando viajaron a probar suerte en San Remo, con los pesos contados, casi sin medios para desplazarse por Europa. Antes lo habías hecho con Raúl Riganti, el santafesino, de Rafaela, que te presentó Tomasito Iraola Duggan, y vos le propusiste que te acompañara a Indianápolis haciéndote cargo de todos los gastos. Eras un mecenas también, aunque te costara aceptarlo.

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Cuando te fui a ver a tu casa, aquella tarde, recordamos la mesa de nuestros amigos comunes, los porteños viejos del restaurante La Reja y nos reímos de buena gana. Pero mi visita había sido por otro asunto, un tema puntual, bastante enojoso. El escritor Juan Carlos Martini Real había publicado un libro con tu nombre y algunas anécdotas que te irritaron. Y de tal modo te irritaron que amenazaste con llevarlo ante los tribunales.

-Todo lo que se cuenta en ese librito son mentiras –te anticipaste-. No entiendo esa manía que la gente tiene de meterse conmigo para calumniarme.

Yo no te tuteaba en ese momento e intenté una disculpa.

-No es para tanto, don Martín, es un libro de ficción.

-¡Qué ficción ni ocho cuartos! –estallaste-. Son una sarta de mentiras sobre mi persona. Todas mentiras, infames mentiras. Ese hijo de su madre dice por ahí que yo tenía un bulín en el cementerio de la Recoleta.

-¿Y no es cierto? –te pregunté imprudentemente.

-¡Cómo va ser cierto ese disparate! –gritaste, y me repetiste a la cara-. ¿Un bulín en el cementerio, en la bóveda de mi familia? Sólo a una mente muy retorcida se le puede ocurrir algo así.

Estabas en el colmo de tu exasperación, te levantaste y cerrando los puños, rugiste.

-Es una infamia, una infamia más que me atribuyen gratuitamente. Si quiere le cuento la verdad.

-Por supuesto –asentí, casi aterrado-. ¡Cuéntela, por favor!

-Bueno, el asunto ocurrió así: resulta que estaba saliendo con una mujer casada. Yo era un muchacho que se había levantado una campeona, con cocarda y todo, una matahombres de la high society de Buenos Aires, con un marido feroz, que echaba fuego por los cuernos, un tipo extremadamente celoso. Y el único sitio seguro para vernos era la bóveda de mi familia en la Recoleta. Allí nos encontrábamos, pero la cosa nunca pasó a mayores. Es todo, esa es la verdad.

Te fuiste tranquilizando y cambiamos de tema, regresamos al recuerdo de la mesa que nos reunía en el restaurante La Reja, y nos volvimos a reír cuando evocamos al Cajetilla Iriarte, a los hermanitos Allerza, como vos los llamabas, y al Tano Esperdutti, charlatán de feria, vendedor inescrupuloso de relojes Rolex, a veces falsos Rolex.

-Mirá –interrumpiste de pronto, tuteándome-. Si tenés paciencia te cuento la verdad sobre mi vida, no las macanas que inventa ese novelista de mierda.

-Es un honor para mí si lo hace –te respondí-. De aquí en adelante soy todo oídos.

-¡Vamos a tutearnos, che, es más cómodo; tratémonos como viejos amigos! –me propusiste ante mi asombro juvenil. Y te entusiasmaste. Empezaste a contar y lo que había escrito Martini Real era una insignificancia al lado de lo que vos contabas.—FXBA

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