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#47 • Agosto 2011 Año II Gastronomía Historia Instituciones Paisaje

Confiterías (Primera Parte)

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Gloria Montanaro
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Al parecer, las confiterías conocieron mejores tiempos. No nos referimos a las que venden las delicias que fabrican los confiteros, sino a aquellas famosas del copetín y las inefables despedidas de soltera propinadas por las compañeras de oficina.


Las más importantes han desaparecido. Nombres que han quedado en la memoria de fantasmales contertulios, esfumados junto al 7mo. Regimiento, la Primavera sin alcohol, y el Ice Cream Soda. Digamos “La París”, de Charcas y Libertad, allí donde hoy funciona un bar de nombre parecido, pero que nada que ver.

La París funcionaba en un edificio antiguo, de una sola planta, con espléndidas columnas de mármol, luminosas arañas y vitrinas colmadas de tentaciones. En sus últimos tiempos ya era un lugar preferentemente para gente grande, elegantes señoras de guantes y sombrero, que se juntaban a tomar el té con masas, con algo así como un dejo arcaico de la belle époque.


Un día dejó de estar, y rápidamente surgió un edificio como tantos otros, como suele pasar en estos casos. En Callao y Santa Fe dos confiterías se disputaban la clientela del Barrio Norte: la imponente del Aguila y el Petit Café, o simplemente Petit para los íntimos. El Aguila había pasado por varios lugares céntricos antes de recalar en la esquina de las dos avenidas. Era enorme, con puerta giratoria en la ochava. La barra se veía al fondo, suntuosa y severa como la de un club inglés bajo el techo altísimo. Acaparaba las tertulias de la guardia vieja, engominados señores de sobretodo de pelo de camello, guantes de carpincho y sombrero que eran saludados por sus nombres y apodos por los veteranos mozos que los conocían de toda la vida.En sus cómodos sillones se hablaba de carreras (muchas veces acodado en la barra Irineo Leguisamo tomaba un whisky), de política y de asuntos serios, como los que imponía la severidad del ambiente.

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La gente más joven se volcaba al Petit. Otorgaba credencial de “petiteros”. No sabemos si esto otorgaba alguna ventaja, pero si que muchos aspiraban a serlo. A saber:

1. Dar fama de “contrera”, ya que se daba por sentado el antiperonismo beligerante de todos y cada uno de los “petiteros” en cuestión. Mucha leyenda se tejió en torno a esto. Debemos aclarar que muchos “secos” sólo entraban al local para hacerse ver, fingiendo buscar a alguien entre las mesas, para luego hacer facha en la puerta. Podríamos considerarlos una suerte de “petiteros” “ad-honorem”.

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2. Sentar cartel de elegante. Mal o bien los “petiteros” impusieron modas, que fueron luego adoptadas por todo el mundo. Podemos recordar los dos tajitos en los sacos, los mocasines, el pantalón bombilla, los sueters celestes o amarillo patito (muchos hombres se resistían a usarlos, por considerarlos de “maricones”), y principalmente los mocasines, verdadera revolución zapateril. Ah, y el pelo largo. Algo así como onda “teddy-boy”. Para esa época, claro. Nada que ver con los rodetes y las melenas de ahora. No es poco ¿no?

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3. Forma de caminar. Créase o no, los petiteros eran reconocibles a la distancia, con sólo verlos venir. Y era más o menos así. La vertical natural del ser humano era ligeramente alterada con una ligera inclinación, digamos a ojo de buen cubero de unos diez grados. Las manos se cruzaban adelante, tal como hacen los futbolistas en la barrera de algún tiro libre, y se caminaba arrastrando los pies, o mejor dicho los mocasines, de un modo particular.  Los petiteros durante un par de horas, todas las noches, recorrían varias veces un circuito que abarcaba un radio no mayor de seis cuadras.


Todo este folclore desapareció para nunca regresar, como la mayoría de estas confiterías. Sin embargo, algunas perviven como puntos turísticos, salones de baile y milongas. La Ideal, el Tortoni, Las Violetas y La Giralda son algunas de las joyas que sobrevivieron.


Segunda y última parte en la próxima edición.

 
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