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#65 • Marzo 2012 Año III Arquitectura Curiosidades Edificios Patrimonio

Facultad de Ingeniería

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Iuri Izrastzoff
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La Facultad de Ingeniería tiene varias sedes. La más famosa, sin duda, es la de la Avenida Las Heras, y por más de un motivo. El principal salta a la vista. No hay quien no se impresione ante ese monumental edificio que no se entiende bien si está en proceso de demolición o si nunca fue terminado.

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Para quien sabe algo sobre las catedrales europeas, cuya construcción en muchos casos duraba siglos, y también para los que conocen de antaño la burocracia vernácula, la segunda respuesta es la correcta.

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La historia de esta obra, destinada a ser la Facultad de Derecho de la UBA, es tan enigmática como su aspecto, amenazante y sombrío. Según parece, inicialmente el diseño era de corte francés (Luis XIV exactamente), pero luego, por disposición superior, se optó extrañamente por el gótico, siguiendo tardíamente la moda impuesta en la Inglaterra de mediados y fines del XIX.

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Su ejecución fue iniciada en 1912, y estuvo a cargo del arquitecto e ingeniero Arturo Prins (1877-1939), secundado por dos colegas: Mario Palanti y Francisco Gianotti.

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A muy lento ritmo, interrumpido por constantes demoras, se llegó a una habilitación parcial en 1925, a la que, paulatinamente, se sumaron otras nuevas habilitaciones hasta el funcionamiento pleno de todas las aulas. Pero el edificio, que preveía dos torres, nunca fue terminado, como cualquiera puede comprobar, y sobre esto se han tejido varias leyendas, sobre cuya veracidad no podemos dar fe, pero que consignamos.

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¿Quién no escuchó que la obra fue paralizada porque el peso de los revoques más el de las dos torres provocaría el derrumbe del edificio? Según testimonios que nos merecen fe, la realidad es muy distinta.

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La Primera Guerra Mundial (1914-18) influyó mucho en que los costos previstos se dispararan a cifras astronómicas. Los materiales que debían llegar de Europa, o no llegaban, o lo hacían en dosis minúsculas y a precios descomunales, lo que retrasaba todo, y las partidas asignadas nunca alcanzaban a cubrir los costos. En definitiva, la obra no se terminó, simplemente, porque los sucesivos gobiernos no pudieron o no quisieron destinar fondos a ese fin.

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Es más. Siempre según estas versiones, el arquitecto Prins perdió su fortuna por ir adelantando fondos propios para no detener la obra. El dinero -claro está- le fue devuelto por el Estado. Pero muchos años después,  sin intereses ni indexación. Una trágica burla.

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Todos sabemos que esta especie de catedral laica fue destinada años después a ser una de las sedes de la Facultad de Ingeniería, y que la Facultad de Derecho se trasladó al edificio clásico de Figueroa Alcorta.

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Pero lo que no muchos saben, es que en la planta baja de Las Heras, funciona desde hace años nada menos que el Museo de Ciencia y Técnica. Exactamente a los costados y bajo la nave central de la imponente escalera (por la que el conde Drácula no desdeñaría bajar) se encuentra una muy interesante colección de maquetas de barcos, de diques, de dragas, de puertos, además de relojes, aparatos de telefonía, engranajes, teodolitos, y cantidad de objetos curiosos y didácticos.

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Allí, entre todas esas modestas maravillas, se verá nada menos que un péndulo de Foucault, que con su constante movimiento, -invariable aún en domingos y feriados- demuestra al incrédulo y al escéptico indiferente, el girar de la tierra que habitamos. Delante de este apasionante muestrario, aún para el neófito, nos encontramos de buenas a primeras con una vieja y querida amiga de la cual habíamos perdido el rastro hace décadas. ¡Qué alegría nos dio encontrarla, casi tan airosa y bella como la recordábamos! Confío en que algunos de los lectores la recuerden y se alegren de este dato. Se trata de la locomotora a vapor, que ejecutada a rigurosa escala y encerrada en una vitrina se encontraba instalada en el hall de Retiro, FCGBM, y que todos los chicos (y muchos grandes) querían ver funcionar.

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Y todos lo conseguían. No bastaba más que introducir un níquel de diez centavos en una ranura lateral, para que se encendieran las luces y por unos instantes que siempre nos parecían pocos, giraran las ruedas, y los pistones entraran y salieran rítmicamente en los cilindros. Por supuesto, la locomotora no se movía, aunque en el terreno incierto en que la fantasía se mezcla con los recuerdos todo es posible, así es que podemos conceder finalmente que hoy no estamos tan seguros. La cierto es que la vieja y flamante locomotora está allí. Pero no sabemos si sigue funcionando o si lo hará en un futuro, ya que la vitrina está -según un cartel- en reparación, y nada se dice sobre la máquina en sí.

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Tal vez alguien (siempre hay un alguien misterioso que todo lo puede) nos conceda el burocrático milagro que las pequeñas ruedas se pongan en movimiento y vuelvan otra vez, como hace tantos años, a girar velozmente en su largo camino a ninguna parte.

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