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El jardín botánico

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Iuri Izrastzoff
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Jardín Botánico

Dice Borges en un admirable e inquietante verso que “la lluvia es algo que sucede en el pasado”. El Jardín Botánico también. No es algo que “sucedió”, obsérvese. Sigue sucediendo intemporalmente. En su ámbito de antiguos follajes percibimos algo de aquello que tal vez sintieron los habitantes de aquel Paraíso inicial, en la perpleja contemplación de un universo tan real como incomprensible: las plantas.

Sus árboles cargados de dignidad, sus matas y macizos de variados colores, están debidamente identificados por carteles que dan constancia de procedencia, certificando orgullosamente el nombre de cada ejemplar en graves latines doctorales, para que sepamos, en cada caso, con quien estamos tratando.

Jardín Botánico

Ellos, orgullosamente perciben que son ejemplares de exposición. Asumen cabalmente su rol, diferenciándose y tomando distancia de sus parientes pobres: los árboles callejeros, humillados cotidianamente por los perros, y de aquellos otros, que por azar de la naturaleza, nacieron en cualquier parte, sin familia y sin amigos decentes, ajenos a toda idea de civilización y sociedad.

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Jardín Botánico

Encuentran la seguridad de su alcurnia en las severas líneas de la sólida residencia de coloradísimos ladrillos ingleses, que fuera en su momento sede de la entonces Dirección Nacional de Agricultura y luego del Museo Histórico Nacional, y en los elegantes viveros, reliquias de hierro y vidrio del tiempo en que el Progreso nos deslumbraba día a día con sus audaces innovaciones.

En muy lejanos tiempos, antes de 1930, el Botánico estaba circundado por artísticas rejas, que fueron retiradas luego del golpe de estado del 6 de septiembre de ese año. Quedó abierto en todo su perímetro, como lo estaban las plazas. La depredación y la incultura obligaron a cercarlo nuevamente, pero ¡ay! las magníficas rejas ya no estaban. Hubo que colocar postes y alambrados de malla. ¿Qué adonde fueron a parar las rejas? Como tantas otras cosas (recordamos en este momento los centenares de kilómetros de los cables de cobre del tranvía) seguramente a ignotos bolsillos.

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Jardín Botánico

Pero volvamos a los umbríos senderos de nuestro jardín, detenidos en ese pasado, que sin embargo transcurre. En él, como en su antecesor bíblico, hay también condenados: la muchedumbre de gatos, que la crueldad o la desaprensión humana exila entre sus plantas. Estos animales nos vuelven, súbitamente, al presente, que es su innegable tiempo existencial. No podrán, como nuestra especie, ganarse el pan con el sudor de la frente, pero su duro destino es mitigado por la Providencia, personificada en algunas bondadosas señoras de las inmediaciones, que acuden puntualmente en su socorro deslizando módicas raciones de carne picada a través de las rejas.

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No está demás recordar que este admirable paseo, de casi ocho hectáreas fue diseñado y llevado a cabo por el arquitecto francés Carlos Thays, quien fue también su primer director desde su inauguración en 1898. Por eso, y con toda justicia el Jardín Botánico de Buenos Aires lleva su nombre. Pero debemos continuar nuestro recorrido, entre las luces y las sombras del follaje, contemplando los ejemplares que, provenientes de todas las latitudes del globo, fueron pacientemente aclimatados en su nuevo hogar porteño.

Jardín Botánico

Plácidas fuentes y finiseculares estatuas salpican aquí y allá los caminos y los canteros, y las frondas se agitan acompasadamente con la brisa. Nuevamente sentimos que, afortunadamente, todo sucede en el pasado. -FXBA

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