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#19 • Noviembre 2010 Año I Curiosidades Denuncias Paisaje

Mirando al piso (con precaución)

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Iuri Izrastzoff
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En el reciente artículo de Héctor Benedetti sobre las tapas que pueblan, quizás con exceso, las veredas porteñas, hemos aprendido a reconocer la variedad de sus orígenes, muchos de ellos ya tan confusos y lejanos, que convierten a estas desapercibidas piezas en valiosas muestras de arqueología urbana.

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Misteriosas compañías de gas, pretéritas sociedades anónimas distribuidoras de combustible, siglas trenzadas en cándidos arabescos cuyo sentido hemos perdido quizás para siempre, tapizan, como un cubrecamas de retazos irregulares, las atormentadas superficies de nuestras veredas, por llamarlas de algún modo. En especial las céntricas, ya de por si agobiadas de roturas y devastación crónicas.
No nos ocuparemos de esto, que justificaría por si mismo varios artículos de Fervor x Buenos Aires, ni tampoco abundaremos en detalles sobre las tapas, tan bien expuestos con insólitas precisiones en el artículo anterior.

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Queremos referirnos a otras tapas: las que no están. ¿Dónde fueron?… ¿Quién las llevó?… ¿Nadie las repone?… En realidad, si bien no queremos desmerecer a las tapas faltantes, es mucho más importante el hueco, agujero, vacío, o como quiera llamarse que provoca su ausencia. No en términos de añoranza, sino en el concreto espacio rectangular vacío o carente de materia sólida que aparece en el preciso instante en que la tapa, por razones ajenas a su voluntad, claudica en su específica función de tapa, razón de ser de su existencia.

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No daremos precisiones sobre profundidad, volumen y perímetro de los vacíos provocados por la ausencia de las tapas faltantes, dejando esa tarea para más prolijos observadores, sólo constataremos que tienen, la mayoría, dimensión suficiente para provocar la caída, lesión y/o fallecimiento súbito de quien distraídamente introduzca un pie en su pequeño abismo.

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Los peatones avezados sortean con intrepidez estas minucias, pero no así los ancianos, las personas que tienen dificultades para desplazarse, y ni que decir de los ciegos.

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Mucha gente se escandaliza de la cantidad de accidentes que provocan este tipo de situaciones. En verdad, lo extraño es que no sucedan muchísimos más. Tal vez la Divina Providencia sea algo más que una creencia religiosa. También hay otras tapas, que no hemos mencionado, y cuyo vacío nos atrae, con la perversa seducción de los abismos.

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¿Por qué no referirnos a las hermanas mayores, las de las calles, que nos conectan con ese incierto mundo que preferimos no conocer, de caños maestros, de desagües y  cloacas con sus historias y sus leyendas subterráneas?
Están, en primer lugar las pesadísimas y antiguas rejas de hierro fundido de las esquinas, destinadas a contener los desechos de papeles y plásticos que la lluvia arrastra. Esta función, calculada para una ciudad normal con gente también más o menos normal, se ve sobrepasada por el inaudito cúmulo de desperdicios que queda diseminado cotidianamente, y que con las primeras lluvias tapona las entradas a los desagües provocando los folclóricos anegamientos de nuestra ciudad.

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Quien observe con detenimiento notará que muchas de estas pesadísimas rejas están aseguradas con una especie de mordaza, también de hierro. ¿Para qué?- se preguntaría el presunto ciudadano normal de otrora. La respuesta es muy simple: las roban. Parece imposible, dado el enorme peso, las dificultades para extraerlas y la escasa ganancia que se puede obtener de semejante mole. Y sin embargo…

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Pero no sólo eso; se roban también las tapas de las calles. Sí; esas enormes, redondas, cuadradas, rectangulares o con la forma que sea, desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, o si prefieren en un abrir y cerrar de tapas…
Muchos vacíos increíbles, de esos que no pueden ser, algo así como trampas para cazar elefantes, quedan expuestos por tiempo indeterminado, sin que nadie parezca percatarse ni mucho menos alarmarse.

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A veces vecinos caritativos y quizás algunas almas piadosas procuran aliviar las consecuencias de quienes caigan en esas honduras, y colocan alguna madera con un trapo,  o escombros de demolición, o cualquier elemento que señale la hondonada como una advertencia para preocupados automovilistas, ciclistas o soñadores peregrinos. Más de uno debe haber abducido hacia las entrañas de la tierra súbitamente.

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Y después tenemos las tapas sumidas varios centímetros por debajo del nivel del asfalto. Miles. Los golpes de estos desniveles son característicos, y quienes circulamos en auto tenemos más o menos catalogados en nuestro inconciente los más peligrosos, lo que no impide que volvamos a tropezar con ellos cada dos por tres.
Cuando la calle se repavimenta, el desnivel se acentúa, y muchas veces los bordes de las tapas quedan cubiertos por el asfalto nuevo, lo que, inexplicablemente pasa desapercibido para los trabajadores, los capataces, los inspectores y todas las autoridades ascendentes hasta llegar a la cúspide del poder.

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En fin, este tema de las tapas nos lleva a aquellas redes subterráneas de las antiguas ciudades, con laberintos inexplorados durante siglos y túneles sellados por razones olvidadas. ¿Quién no recuerda “El fantasma de la Opera” o “Los misterios de París”? ¿Existirá también en Buenos Aires, bajo las tapas de sus calles y el antiguo enrejado de sus alcantarillas el dédalo misterioso de las antiguas novelas góticas? No se pierda el próximo capítulo…

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