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#42 • Junio 2011 Año II Arquitectura Edificios Paisaje

Frío y despejado

por Iuri Izrastzoff / Fotos: Iuri Izrastzoff
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Podría intentar ensayar una argumentada apología sobre el invierno y sus frías y soleadas tardes de agosto, pero en rigor, soy nuevo en esto del frío.

Hace relativamente pocos años me fui convirtiendo en un entusiasta de nuestro invierno, quien por años fuera enemigo público durante una infancia en la que esperaba -como casi cualquier niño- el verano con desesperación. Y la inocente indolencia más los privilegios de la edad hacían que aquellos días, semanas, meses de calor transcurrieran en un clima de ocio y libertad que definitivamente nos sumergían en un limbo muy cercano a la felicidad.

Quizá la herencia de ésos tiempos pesan en nuestra memoria a la hora de inclinarnos por las estaciones.

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El hecho es que asumir ésos días como la nostalgia de un tiempo pasado comenzó a devolver al invierno al lugar que le correspondía por propio derecho. Para empezar, es la estación de más carácter: austera y circunspecta, si hubiera que elegir dos palabras.

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Pero claro, Buenos Aires no es Moscú. Doce grados es la temperatura promedio durante el invierno porteño. “Templado, suave, beningo” coinciden “Wikipedia” y demás fuentes consultadas. Una verdadera primavera para muchos turistas que orondos caminan la ciudad en sandalias.

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Sin embargo, como habitantes de una ciudad sin extremos climáticos, el invierno suele traer caras largas y rezongos en los porteños. En letras de molde se preanuncian en televisión y diarios las bajas temperaturas. No se celebra la llegada del frío; aparentemente solo lo merecen primavera y verano. El invierno tiene mala prensa.

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Caballito de batalla de los “inviernalistas” (¿o “inviernistas”?), se repite que es más fácil combatir el frío que el calor. Abrigos largos, bufandas, y gorros lo derrotan sin los enormes consumos eléctricos de los aires acondicionados. Además, la ciudad luce mucho más elegante en invierno: trajes, sobretodos, lodens no se comparan con musculosas, ojotas, bermudas, y , de cuando en vez, los torsos al fresco.

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Para ser justos, el debate invierno-verano sería más equilibrado si diéramos lugar a una defensa estivalista, pero así y todo, con seguridad, se alargaría indefinidamente sin que nadie revirtiera su posición.

Pero hay algo de lo que el invierno puede jactarse a sus anchas. Su sol tibio, ilumina gentilmente, matizando las texturas de la arquitectura de la ciudad, dejando, por comparación, a los fulgurantes rayos del verano, burdos y prepotentes.

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Es una luz que embellece a Buenos Aires. La incidencia oblicua y debilitada de los rayos de invierno produce unos espectaculares paisajes urbanos.

¿Qué sino bellos son los escenarios que crea al provocar dramáticos contrastes entre las enormes torres (¿en que otra ciudad sino la nuestra se pegan ingentes moles a recoletas y artesanales casas y edificios?) y las obscuras calles que reciben apenas los reflejos que llegan desde las alturas?

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¿Qué otra estación sino el invierno nos lleva a caminar bien arropados, mientras mirando hacia arriba, manos en los bolsillos, nos ofrece la transfiguración de una asediada Buenos Aires en otra más poética y fugaz, como una visión de la ciudad que podría ser?

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